Como preveo que dentro de poco tendré que dirigirme a la humanidad presentándole la
más grave exigencia que jamás se le ha hecho, me parece indispensable decir quién soy
yo. En el fondo sería lícito saberlo ya: pues no he dejado de «dar testimonio» de mí. Mas
la desproporción entre la grandeza de mi tarea y la pequeñez de mis contemporáneos se
ha puesto de manifiesto en el hecho de que ni me han oído ni tampoco me han visto
siquiera. Yo vivo de mi propio crédito; ¿acaso es un mero prejuicio que yo vivo? Me
basta hablar con cualquier «persona culta» de las que en verano vienen a la Alta
Engadina para convencerme de que yo no vivo. En estas circunstancias existe un deber
contra el cual se rebelan en el fondo mis hábitos y aún más el orgullo de mis instintos, a
saber, el deber de decir: ¡Escuchadme, pues yo soy tal y tal. ¡Sobre todo, no me
confundáis con otros! Por ejemplo, yo no soy en modo alguno un espantajo, un monstruo de moral; yo soy
incluso una naturaleza antitética de esa especie de hombres venerada hasta ahora como
virtuosa. Dicho entre nosotros, a mí me parece que justo esto forma parte de mi orgullo.
Yo soy un discípulo del filósofo Dioniso, preferiría ser un sátiro antes que un santo. Pero
léase este escrito. Tal vez haya conseguido expresar esa antítesis de un modo jovial y
afable, tal vez no tenga este escrito otro sentido que ése. La última cosa que yo
pretendería sería «mejorar» a la humanidad. Yo no establezco ídolos nuevos, los viejos
van a aprender lo que significa tener pies de barro. Derribar ídolos («ídolos» es mi
palabra para decir «ideales»), eso sí forma ya parte de mi oficio. A la realidad se la ha
despojado de su valor, de su sentido, de su veracidad en la medida en que se ha fingido
mentirosamente un mundo ideal. El «mundo verdadero» y el «mundo aparente»; dicho
con claridad: el mundo fingido y la realidad. Hasta ahora la mentira del ideal ha
constituido la maldición contra la realidad, la humanidad misma ha sido engañada y
falseada por tal mentira hasta en sus instintos más básicos hasta llegar a adorar los
valores inversos de aquellos solos que habrían garantizado el florecimiento, el futuro, el
elevado derecho al futuro. (Fragmento del prólogo de la obra).
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