Mucho tiempo habríamos soportado, y padeceríamos aún hoy, un régimen
Victoriano. La gazmoñería imperial figuraría en el blasón de nuestra sexualidad retenida,
muda, hipócrita.
Todavía a comienzos del siglo XVII era moneda corriente, se dice, cierta franqueza.
Las prácticas no buscaban el secreto; las palabras se decían sin excesiva reticencia, y las
cosas sin demasiado disfraz; se tenía una tolerante familiaridad con lo ilícito. Los códigos
de lo grosero, de lo obsceno y de lo indecente, si se los compara con los del siglo XIX, eran
muy laxos. Gestos directos, discursos sin vergüenza, trasgresiones visibles, anatomías
exhibidas y fácilmente entremezcladas, niños desvergonzados vagabundeando sin molestia
ni escándalo entre las risas de los adultos: los cuerpos se pavoneaban.
A ese día luminoso habría seguido un rápido crepúsculo hasta llegar a las noches
monótonas de la burguesía victoriana. Entonces la sexualidad es cuidadosamente encerrada.
Se muda. La familia conyugal la confisca. Y la absorbe por entero en la seriedad de la
función reproductora. En torno al sexo, silencio. Dicta la ley la pareja legítima y
procreadora. Se impone como modelo, hace valer la norma, detenta la verdad, retiene el
derecho de hablar —reservándose el principio del secreto. Tanto en el espacio social como
en el corazón de cada hogar existe un único lugar de sexualidad reconocida, utilitaria y
fecunda: la alcoba de los padres. El resto no tiene más que esfumarse; la [10] conveniencia
de las actitudes esquiva los cuerpos, la decencia de las palabras blanquea los discursos. Y el
estéril, si insiste y se muestra demasiado, vira a lo anormal: recibirá la condición de tal y
deberá pagar las correspondientes sanciones. (Fragmento del primer capítulo titulado "Nosotros, Los Victorianos").
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