En el discurso que hoy debo pronunciar, y en todos aquellos que,
quizás durante años, habré de pronunciar aquí, hubiera preferido
poder deslizarme subrepticiamente. Más que tomar la palabra, hubiera
preferido verme envuelto por ella y transportado más allá de todo
posible inicio. Me hubiera gustado darme cuenta de que en el momento
de ponerme a hablar ya me precedía una voz sin nombre desde hacía
mucho tiempo: me habría bastando entonces con encadenar, proseguir
la frase, introducirme sin ser advertido en sus intersticios, como si ella
me hubiera hecho señas quedándose, un momento, interrumpida. No
habría habido por tanto inicio; y en lugar de ser aquel de quien procede
el discurso, yo sería más bien una pequeña laguna en el azar de su
desarrollo, el punto de su desaparición posible. Me habría gustado que hubiese detrás de mí (habiendo tomado desde
hace tiempo la palabra, repitiendo de antemano todo cuanto voy a
decir) una voz que hablase así: «Hay que continuar, no puedo continuar,
hay que decir palabras mientras las haya, hay que decirlas hasta
que me encuentren, hasta el momento en que me digan —extraña
pena, extraña falta, hay que continuar, quizás está ya hecho, quizás ya
me han dicho, quizás me han llevado hasta el umbral de mi historia,
ante la puerta que se abre ante mi historia; me extrañaría si se abriera». (Fragmento de la Lección inaugural en el Collège de France
pronunciada el 2 de diciembre de 1970).
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