Nuestros antepasados se sintieron insatisfechos ante la pobreza de acontecimientos que su vida cotidiana les deparaba. Además, al ignorar el verdadero alcance de los fenómenos naturales, como el rayo y el trueno que se producían cuando se desataba una tormenta, en ocasiones sentían incertidumbre y miedo. Miedo a la muerte, al hambre, a la enfermedad, a la inmensidad del cosmos, a lo desconocido y a la soledad. Ya tenían el amparo y la comprensión de su grupo y de su propia familia, pero, sin embargo, ésto no era suficiente para hacer desaparecer su angustia y zozobra. Entonces se disponen a forjar en su mente ideas que les lleven cierta clase de serenidad y calma que, cuando menos, contengan en sí mismas toda la energía del infinito, de lo inmutable y de lo eterno. Necesitan la protección, no solo del padre terrenal y progenitor, sino también la del padre celestial y hacedor. Por otra parte, ellos mismos llegaban a ser un día padres terrenales y tenían ocasión de constatar su insignificancia e inseguridad. Todavía deberían proseguir en busca de algo grandioso y vigoroso, firme y seguro que no hallaban en su interior. Aún permanecía latente en ellos su ansia de inmortalidad, de infinitud, de eternidad. Había que seguir adelante y descubrir otros mundos, otras mentes, otras acciones excepcionales. (Fragmento de la introducción de la obra).
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