El pastor Kohler (latinizado, Colerus) provocó en 1705 la primera encarnación
de la vida de Baruch de Espinosa; desde entonces la sombra de esa vida ha
transmigrado dudosamente de la hagiografía a la denostación. Sabíamos antes de leer
a Feyerabend, que no hay hechos puros; los hechos de la vida de Espinosa dicen cosas
distintas en distintos lenguajes, como les ha ocurrido siempre a los hechos. Y así el
hombre « ebrio de Dios», que profiere sin cesar su sagrado Nombre; el que deposita
una mosca en la tela de araña y contempla sonriente el necesario desenlace, el que
rechaza ofertas de dinero y de honrosos cargos académicos, el minucioso pulidor de
lentes, el que envía a prisión a un deudor, el que se informa con toda cortesía de las
enseñanzas que su huésped ha obtenido en un sermón dominical, el que no puede
evitar una sonrisa cuando rezan en su presencia, el que declara que la guerra y la
matanza no le incitan a risa ni a llanto, el apacible fumador de pipa, el arrebatado
personaje que, panfleto en mano, intenta salir a la calle para acusar de bárbaros a los
asesinos de sus amigos y protectores políticos, el que dice que en la naturaleza no hay
bien ni mal, el defensor de la democracia, el que menosprecia el vulgo, el tísico, el que
acaso fue rechazado por la hija de su maestro de matemáticas —ella prefirió a otro,
según cuentan—, el que habla serenamente de las pasiones «como de líneas,
superficies y cuerpos», el que acota quizá abruptamente, tratando de los celos, que esa
pasión se incrementa al imaginar los genitales y las excreciones de quien posee al
objeto amado..., ese hombre es, al parecer, el mismo, pero la reconstrucción de su
identidad pasa por más de un esquema.
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