Lo mejor sería escribir los acontecimientos cotidianamente. Llevar un diario
para comprenderlos. No dejar escapar los matices, los hechos menudos, aunque
parezcan fruslerías, y sobre todo clasificarlos. Es preciso decir cómo veo esta
mesa, la calle, la gente, mi paquete de tabaco, ya que es esto lo que ha cambiado.
Es preciso determinar exactamente el alcance y la naturaleza de este cambio.
Por ejemplo, ésta es una caja de cartón que contiene la botella de tinta. Habría
que tratar de decir cómo la veía antes y cómo la1 ahora. ¡Bueno! Es un
paralelepípedo rectángulo; se recorta sobre... es estúpido, no hay nada que decir.
Pienso qué éste es el peligro de llevar un diario: se exagera todo, uno está al
acecho, forzando continuamente la verdad. Por otra parte, es cierto que de un
momento a otro —y precisamente a propósito de esta caja o de otro objeto
cualquiera—, puedo recuperar la impresión de ante ayer. Debo estar siempre
preparado, o se me escurrirá una vez más entre los dedos. No 2 nada, sino
anotar con cuidado y prolijo detalle todo lo que se produce.
Naturalmente, ya no puedo escribir nada claro sobre las cuestiones del
miércoles y de anteayer; estoy demasiado lejos; lo único que puedo decir es que
en ninguno de los dos casos hubo nada de lo que de ordinario se llama un
acontecimiento. El sábado los chicos jugaban a las tagüitas y yo quise tirar, como
ellos, un guijarro al agua. En ese momento me detuve, dejé caer el guijarro y me
fui. Debí de parecer chiflado, probablemente, pues los chicos se rieron a mis
espaldas. (Fragmento del inicio de la obra titulado "Hoja sin fecha").
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