He aquí una filosofía que tiene la virtud de suscitar
el apasionamiento En pro o en contra invita a tomar partido. El
rechazo escandalizado o la adhesión entusiasta han señalado,
a lo largo de la historia, el contacto con la doctrina de Epicuro;
una doctrina que, con afán evangélico, busca y promete a sus
adeptos la felicidad, ofreciéndose como remedio contra el dolor
y los sufrimientos, como la medicina contra las enfermedades
de la vida espiritual.
Seguramente ninguno de los pensadores de la antigüedad
ha sido tan calumniado ni tan trivialmente
malinterpretado como Epicuro. Tampoco ninguno ha suscitado
alabanzas tan entusiastas. Para sus discípulos era como un
dios, al decir de Lucrecio (V, 8); para otros, el primer cerdo de
la piara epicúrea, ese rebaño jovial al que el poeta Horacio se
jactaba irónicamente de pertenecer. Del epicureísmo, que no fue una teoría de talante escolar,
sino una concepción del mundo abierta a los vientos
callejeros y radicada en una circunstancia histórica bien precisa,
la del ocaso político de la ciudad griega a fines del siglo IV
antes de Cristo, nos han llegado a nosotros ecos muy dispersos,
y matizados con frecuencia de afectividad. De los numerosos
escritos de su fundador, uno de los filósofos antiguos de
mayor producción literaria, no nos queda casi nada. Ni un libro
del casi medio centenar de tratados que escribió Epicuro. Tan sólo breves fragmentos, algunas sentencias escogidas, y
tres cartas o epítomes, preservadas por un azar feliz. (Fragmento del primer capítulo).
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