EPICURO, EL LIBERTADOR (Carlos García Gual)


He aquí una filosofía que tiene la virtud de suscitar el apasionamiento En pro o en contra invita a tomar partido. El rechazo escandalizado o la adhesión entusiasta han señalado, a lo largo de la historia, el contacto con la doctrina de Epicuro; una doctrina que, con afán evangélico, busca y promete a sus adeptos la felicidad, ofreciéndose como remedio contra el dolor y los sufrimientos, como la medicina contra las enfermedades de la vida espiritual. Seguramente ninguno de los pensadores de la antigüedad ha sido tan calumniado ni tan trivialmente malinterpretado como Epicuro. Tampoco ninguno ha suscitado alabanzas tan entusiastas. Para sus discípulos era como un dios, al decir de Lucrecio (V, 8); para otros, el primer cerdo de la piara epicúrea, ese rebaño jovial al que el poeta Horacio se jactaba irónicamente de pertenecer. Del epicureísmo, que no fue una teoría de talante escolar, sino una concepción del mundo abierta a los vientos callejeros y radicada en una circunstancia histórica bien precisa, la del ocaso político de la ciudad griega a fines del siglo IV antes de Cristo, nos han llegado a nosotros ecos muy dispersos, y matizados con frecuencia de afectividad. De los numerosos escritos de su fundador, uno de los filósofos antiguos de mayor producción literaria, no nos queda casi nada. Ni un libro del casi medio centenar de tratados que escribió Epicuro. Tan sólo breves fragmentos, algunas sentencias escogidas, y tres cartas o epítomes, preservadas por un azar feliz. (Fragmento del primer capítulo).

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