La razón humana tiene el destino singular, en uno de sus campos de conocimiento,
de hallarse acosada por cuestiones que no puede rechazar por ser planteadas por la
misma naturaleza de la razón, pero a las que tampoco puede responder por sobrepasar
todas sus facultades.
La perplejidad en la que cae la razón no es debida a culpa suya alguna. Comienza
con principios cuyo uso es inevitable en el curso de la experiencia, uso que se halla, a
la vez, suficientemente justificado por esta misma experiencia. Con tales principios la
razón se eleva cada vez más (como exige su propia naturaleza), llegando a condiciones
progresivamente más remotas. Pero, advirtiendo que de esta forma su tarea ha de quedar
inacabada, ya que las cuestiones nunca se agotan, se ve obligada a recurrir a principios
que sobrepasan todo posible uso empírico y que parecen, no obstante, tan libres de
sospecha, que la misma razón ordinaria se halla de acuerdo con ellos. Es así como incurre
en oscuridades y contradicciones. Y, aunque puede deducir que éstas se deben necesariamente
a errores ocultos en algún lugar, no es capaz de detectarlos, ya que los principios
que utiliza no reconocen contrastación empírica alguna por sobrepasar los límites
de toda experiencia. El campo de batalla de estas inacabables disputas se llama metafísica. (Fragmento del prólogo de la primera edición).
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