Nuestra época organiza una verdadera liquidación en el
mundo de las ideas como en el mundo de los negocios. Todo se
obtiene a precios tan irrisorios que cabe preguntarse si al fin
habrá comprador. Todo marcador de la especulación,
concienzudamente aplicado a puntualizar las etapas de la
significativa evolución de la filosofía, cualquier profesor,
maestro, o estudiante, cualquier filósofo, aficionado o
profesional no se detiene en la duda radical, sino que va más
lejos. Sería sin duda intempestivo preguntarles adónde van a
ese paso, pero se daría prueba de honesta cortesía teniendo
como cosa cierta que han dudado de todo, pues de otra manera
sería extraño decir que van más lejos. Todos ellos hicieron ese
acto previo y, según todas las apariencias, con tanta facilidad
que no juzgan necesario dar explicaciones; se busca en vano,
con un cuidado minucioso, una pequeña luz, un indicio, la
menor prescripción dietética sobre la conducta que debe seguirse en esta inmensa tarea. "¿Pero Descartes lo hizo bien?"
Descartes, pensador venerable, humilde y leal, cuyos escritos
seguramente nadie dejará de leer sin la más profunda
emoción; Descartes hizo lo que dijo y dijo todo lo que hizo. ¡Ah!
¡Ah! ¡Eso no es tan común en nuestros días! Descartes no dudó
en materia de fe, como él mismo lo repite muchas veces: "No
debemos presumir tanto que creamos que Dios nos haya querido hacer
participes de sus resoluciones... Tendremos, sobre todo, como regla
infalible, que lo revelado por Dios es incomparablemente más cierto que
todo lo demás, con el fin de que, si algún destello de razón pareciese
sugerirnos alguna idea contraria, estemos prestos siempre a someter
nuestros juicios a cuanto venga de él. . . (Fragmento del prólogo escrito por Søren Kierkegaard bajo el seudónimo de Johannes de Silentio).
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