No puedo ocultármelo a mí mismo: a duras penas domino la ansiedad que me atosiga
en este instante, ahora que, empujado por mi interés, decido transcribir, con mucho
cuidado, la copia apresurada que, con riesgo y con mucho esfuerzo, conseguí entonces. El
episodio, hoy como ayer, se me presenta, a pesar de todo, muy angustioso y lleno de
reproches. Contrariamente a su costumbre, él no había cerrado la mesa del escritorio, por
lo que su contenido se encontraba a mi disposición, e inútilmente intenté justificar mi
actitud recordándome que jamás había abierto un cajón. Había un cajón abierto. Y dentro
había muchos papeles desordenados, y encina estaba apoyado un volumen in quarto, muy
bien encuadernado. En la página por la que estaba abierto había un trozo de papel blanco,
en el que estaba escrito de su puño y letra: Commentarius perpetuas n. 4. Sería, por tanto,
completamente inútil justificarse de que, si el libro no hubiera estado abierto en esa
página y si el título no fuese tan sugestivo, yo no habría cedido a la tentación, o al menos
hubiera intentado resistirla. El título resultaba bastante raro, más que por sí mismo por el
lugar en el que se encontraba. Al echar una ojeada a los papeles desordenados entendí
que no contenían más que alusiones a episodios eróticos, alguna indicación de relaciones
personales y borradores de cartas de naturaleza estrictamente privada, de las que más
tarde comprendí la artificiosa, calculada negligencia. (Fragmento del prólogo escrito por Soren Kierkegaard).
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