La lectura de un texto como La actualidad de lo bello se asemeja a la audición de
una sinfonía clásica, ya no en el salón del palacio o en la burguesa sala de
conciertos, sino en el hueco inquietante de un arrabal urbano. Las notas suenan
según una elaborada armonía, pero en el escenario que los acoge se advierte el
desorden del campo de batalla. El efecto que produce es, al mismo tiempo,
estimulante y contradictorio. Al lector le queda la sospecha de que la interpretación
a la que ha asistido roza lo imposible. El sonido ha salido perfecto de los
instrumentos pero la acústica del espacio escogido queda lejos de tal perfección. Y,
sin embargo, al final de la audición se agradece la tentativa, por lo que tiene de
arriesgada en tiempos de excesiva comodidad intelectual.
Ciertamente la tentativa de Hans Georg Gadamer es arriesgada: nada menos
que trazar un puente ontológico entre la tradición artística («el gran arte del
pasado») y el arte moderno. Para ello el filósofo de Marburgo pone en marcha una
instrumentación clásica, aunque lo suficientemente flexible como para tratar de
responder, con [10] la ayuda de cierta antropología contemporánea, a los
principales interrogantes suscitados por la modernidad. De manera no disimulada,
junto al conflicto entre lo antiguo y lo moderno, en la obra de Gadamer late la vieja
querella entre arte (o más bien poesía) y filosofía. El propio autor la ha elaborado
en diversas ocasiones. La particularidad estriba en el hecho de que en La actualidad
de lo bello no sólo intenta revisar y reaproximar a los supuestos adversarios, sino
que extiende la onda de expansión del choque a la cultura moderna. Con armas
filosóficas, Gadamer quiere demostrar que también el arte es conocimiento y que,
pese a los prejuicios acumulados por los filósofos, esta capacidad cognoscitiva es
tanto más evidente en un arte no referencial (o sólo referido a sí mismo) como el
arte moderno. El puente al que aludíamos se convierte, en cierto modo, en un
doble puente: el que debe unir lo antiguo a lo moderno, y el que debe facilitar la
circulación entre la filosofía y el arte. La capacidad constructora de Gadamer, así
como, todo hay que decirlo, el optimismo con que desarrolla su labor, hace que
frecuentemente nos olvidemos, nosotros y él, del vacío que debe ser superado. (Fragmento de la introducción titulada "El arte después de la muerte del arte" escrita por Rafael Argullol).
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