La dialéctica de Hegel es una fuente constante de irritación. Incluso a aquellas personas que han
sabido atravesar el torbellino lógico del Parménides de Platón, les produce una mezcla de decepción
lógica y entusiasmo especulativo. Yo me cuento entre esa clase de personas. Y desde el principio de
mi carrera me propuse la tarea de poner en mutua relación la dialéctica antigua y la dialéctica hegeliana,
de modo que se aclarasen una a otra. Pero no por eso fue mi intención ponerme a reflexionar
sobre este método, o si se quiere no-método, del pensamiento para obtener un juicio definitivo sobre
él, sino para no dejar inexhausto el reino de intuiciones que este enigmático modo de conocimiento
permite extraer con la mediación de los conceptos. Por mucho que pueda decirse sobre las cavilaciones
lógicas de la dialéctica, por mucho que pueda, asimismo, preferirse la «lógica de la investigación»
a la «lógica del concepto», la verdad es que la filosofía no es simplemente investigación. La
filosofía ha de incorporar, dentro de sí misma, la anticipación de la totalidad que impulsa a nuestra
voluntad de saber y que se plasma en la totalidad de nuestro acceso al mundo por medio del lenguaje,
y debe dar cuenta de ello por la vía del pensamiento. Ésta es una necesidad insoslayable de la
razón humana, incluso en la era de la ciencia y de la particularización de la misma, que prolifera en
todas las direcciones de la investigación especializada. La filosofía no puede, pues, desdeñar la
oferta del pensamiento dialéctico. (Fragmento del prólogo escrito por Hans-Georg Gadamer).
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