LA CONDICIÓN HUMANA (Hannah Arendt)


En 1957 se lanzó al espacio un objeto fabricado por el hombre y durante varias semanas circundó la Tierra según las mismas leyes de gravitación que hacen girar y mantienen en movimiento a los cuerpos celestes: Sol, Luna y estrellas. Claro está que el satélite construido por el hombre no era ninguna luna, estrella o cuerpo celeste que pudiera proseguir su camino orbital durante un período de tiempo que para nosotros, mortales sujetos al tiempo terreno, dura de eternidad a eternidad. Sin embargo, logró permanecer en los cielos; habitó y se movió en la proximidad de los cuerpos celestes como sL a modo de prueba, lo hubieran admitido en su sublime compañía. Este acontecimiento, que no le va a la zaga a ningún otro, ni siquiera a la descomposición del átomo, se hubiera recibido con absoluto júbilo de no haber sido por las incómodas circunstancias políticas y militares que concurrían en él. No obstante, cosa bastante curiosa, dicho júbilo no era triunfal; no era orgullo o pavor ante el tremendo poder y dominio humano lo que abrigaba el corazón del hombre, que ahora, cuando levantaba la vista hacia el firmamento, contemplaba un objeto salido de sus manos. La inmediata reacción, expresada bajo el impulso del momento, era de alivio ante el primer «paso de la victoria leí hombre sobre la prisión terrena». Y esta extraña afirmación, lejos de ser un error de algún periodista norteamericano, inconscientemente era el eco de una extraordinaria frase que hace más de veinte años, se esculpió en el obelisco fúnebre de uno de los grandes científicos rusos: «La humanidad no permanecerá atada para siempre a la Tierra». (Fragmento de la introducción escrita por Manuel Cruz).

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