Estas reflexiones han sido provocadas por los acontecimientos
y debates de los últimos años, vistos en
la perspectiva del siglo xx que ha resultado ser,
como Lenin predijo, un siglo de guerras y revoluciones
y, por consiguiente, un siglo de esa violencia
a la que corrientemente se considera su denominador
común. Hay, sin embargo, otro factor en la actual
situación que, aunque no previsto por nadie,
resulta por lo menos de igual importancia. El desarrollo
técnico de los medios de la violencia ha alcanzado
el grado en que ningún objetivo político
puede corresponder concebiblemente a su potencial
destructivo o justificar su empleo en un conflicto
armado. Por eso, la actividad bélica -desde
tiempo inmemorial arbitro definitivo e implacable
en las disputas internacionales- ha perdido mucho
de su eficacia y casi todo su atractivo. El ajedrez
«apocalíptico» entre las superpotencias, es decir, entre las que se mueven en el más alto plano de nuestra
civilización, se juega conforme a la regla de que «si
uno de los dos "gana" es el final de los dos»1
; es un
juego que no tiene semejanza con ninguno de los juegos
bélicos que le precedieron. Su objetivo «racional»
es la disuasión, no la victoria y la carrera de
armamentos, ya no una preparación para la guerra,
sólo puede justificarse sobre la base de que más y
más disuasión es la mejor garantía de la paz. No hay
respuesta a la pregunta relativa a la forma en que
podremos ser capaces de escapar de la evidente demencia
de esta posición. (Fragmento del primer capítulo).
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