LA CIUDAD DE DIOS (San Agustín)


Del mismo modo que un cuerpo humano minado por la vejez llama a las enfermedades, así el  Imperio Romano, a fines del siglo IV, llamaba a su seno a los Bárbaros. Y vinieron, en efecto: y llegaron, no sólo como estaban todos habituados a verlos antaño, es decir, como soldados más omenos encuadrados, sino por tribus enteras, con mujeres y niños, con carromatos, carretas de bagajes, caballerías de reserva, animales y rebaños. El término exacto para designar aquel fenómeno, mucho más que la palabra española invasión, que hace pensar, sobre todo, en la entrada de un ejército en un país, sería el alemán Völkerwanderung, migración de pueblos. Lo que el universo mediterráneo había conocido más de mil años antes de nuestra Era, cuando los invasores arios, griegos y latinos, habían asaltado los viejos imperios, volvió a reproducirse a partir de fines del siglo IV. Uno de los episodios que mayor trascendencia tuvo y que más conmoción causó en el seno del Imperio fue el saqueo de Roma por las tropas de Alarico en el año 410. Acontecimiento terrible, que depositó un dejo de tristeza aun en los espíritus más firmes, aunque no fue totalmente inesperado. El propio San Agustín se sintió profundamente conmovido. Llevaba en el corazón el destino del Imperio, por lo ligado que lo creía al destino de la Iglesia. Dos años antes había sabido con gran consternación, por una carta del presbítero Victoriano, cómo los vándalos habían invadido la infortunada España y cómo habían incendiado sistemáticamente todas las basílicas y asesinado, casi sin excepción, a cuantos siervos de Dios pudieron capturar. (Fragmento de la Introducción de la obra escrita por Francisco Montes de Oca). 

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